3 de 10

 A los 13 años empecé a jugar al rugby junto a un compañero de la secundaria. Diego, me convenció de jugar bajo el argumento que era morrudo y que iba a andar bien.
Me gustó muchísimo el deporte, con decirles que jugué hasta los 21 años y hoy en día juego algún que otro amistoso con amigos.
Esto de ser morrudo se transformo en una virtud a la cual había que sacarle el jugo con fines deportivos. Por eso, cuando estaba en la categoría menores de 15 años, mis compañeros iban creciendo y ya éramos varios los fornidos, por eso, decidí comenzar el gimnasio y acrecentar esta cualidad.
Tengo un tío, Manuel, que hacía “fierros” desde siempre y se compraba esas revistas dónde en la tapa suelen haber un hombre o un hombre y una mujer en pose y con ropa que solamente les tapaban las partes intimas. Sus cuerpos brillando con una piel atezada y sus músculos sobresalientes como erupciones volcánicas de proteínas en estado de ebullición.
A esa edad, me generaban confusión estas imágenes, ya que no sé si me atraían por los recuerdo de los dibujitos de He-Man, Los Alcónes galácticos y Thundercats, o por las chicas que aparecían flojas de ropa y actitud felina.
De todas maneras, se transformaron en una fuente de inspiración. Esos cuerpos “grosos”, “marcados” eran la guía de para qué lado quería ir. Además, cada uno exponía cual era “la rutina que seguían para estar así”.
Me acerqué a un gimnasio que quedaba cerca de mi casa. El clásico “gimnasio de barrio”.
Su dueño e instructor era “El tano”.
Recuerdo haber llegado al lugar con mi amigo Juan, con quien íbamos a empezar juntos y además éramos compañeros de equipo. Le contamos que jugábamos al rugby, por lo tanto, necesitábamos asesoramiento al respecto. Me acuerdo como si fuera ayer.
El tano, con su cuerpo grande y musculoso cubierto con ropa suelta, sus ojos celestes, su nariz grande y puntiaguda y su peinado colimba sentado desde su escritorio ubicado en un ángulo del salón, nos miró, se sonrió, levanto su mano derecha vibrando con su dedo índice señalándonos y nos dijo con una voz balbuciera:
Aaahhhhh!!! Los wallabies…
Con Juan nos miramos y no entendíamos nada. Luego, con su forma de hablar masticando las palabras nos explicó que vayamos a una especie de cartelera de corcho e hiciéramos “la rutina” que decía principiantes. Él nos iba a ir indicando, según el nombre, a que ejercicio correspondía.
Así comenzamos, y cuando terminábamos un ejercicio le decíamos:
“Tano! Y ahora?!”
Y desde su escritorio, con ademanes nos señalaba la máquina y hacía el gesto técnico como si estuviera sobre ella. Y  culminaba; con la mano izquierda levantada, alzaba 3 dedos sacudiéndola levemente y luego con las dos juntas extendía todos los dedos y se quedaba por unos segundos como un mimo golpeando sobre “la pared invisible”.
Esto significaba: 3 de 10.
En ese momento, no tenía distinciones sobre gestos técnicos. Nunca supe, si en nuestras primeras sesiones con Juan, hacíamos correctamente los movimientos.
Con el paso de los días, nos dimos cuenta que lo mejor iba ser copiar las “rutinas” recomendadas por los expertos del culturismos en aquellas revistas y finalmente… “ser como ellos”.
Mi cuerpo empezaba a dar sus frutos. Tenía casi 16 años y pesaba 80 kilos… puro masa muscular.
Parecía que tenía una pelotita de ping pong debajo de cada axila y aprovechaba cualquier reflejo de vidriera para espiar de reojo todo ese porte “Stalonense” y esos biceps que estaban debajo de esa manga arremangada de la remera.
Mientras entrenaba, venían varios otros que también estaban entrenando y me preguntaban que rutina hacía, que tomaba, para estar así. Y  mientras colocaba las manos en la cintura, explicaba lo que tenían que hacer para estar como yo.
Esta fue mi base y primera experiencia en un gimnasio.
Todo esto fue cambiando con el tiempo. Seguí entrenando bastante tiempo hasta que me aburrí.
Cuando empecé a nadar, recomendaba hacer natación y fierros. Que era lo mejor para estar groso.
Y así a cada paso que hacía, iba desparramando consejos sin sentido, sin fundamento, sin respaldo fisiológico.
Pero me iba dando cuenta que lo que servía para mí, no siempre era lo mejor para otra gente. Y que muchos, no querían ser musculosos, sino bajar de peso. En definitiva, no sabía nada.
Por suerte, esto no quedó así. La curiosidad y las ganas de aprender de verdad me llevaron a tomar la decisión de formarme como profesor y adquirir los conocimientos necesarios para hacer un trabajo correcto. Y sobre todo, reivindicar el rol de los profesores que muy mala fama se habían ganado. Recuerden al Tano… Y me acuerdo de otro impresentable que le dijo a un alumno:
“Elegí las 5 máquinas que más te gusten y hacé 3 de 10”
Hoy en día, sabemos que cada persona es individual. Que cada persona persigue diferentes objetivos. Que cada persona debe ser tratada como única y que si va a un gimnasio, no puede hacer lo mismo aquel que quiera bajar de peso, que el que quiere trabajar de seguridad en un boliche. Que a algunos les gusta entrenar y otros van porque el médico les dio un ultimátum.
Que en un gimnasio, el profesor está para asesorarte, instruirte, y acompañarte en el proceso.
Que además, no sólo es para “hacer fierros” sino que se puede y debe trabajar la capacidad aeróbica y cardiovascular.
Que no existen las “rutinas” milagrosas, que cada cuerpo responde diferente al entrenamiento.
La experiencia hizo que borrará la palabra “rutina” en términos de gimnasio. Yo propongo “el plan de entrenamiento”, donde se fija un objetivo, un plazo, dónde la carga y la exigencia es progresiva, dónde varían los ejercicios y son siempre coherentes con el fin. Y que es específica para cada persona, según sus características físicas, sexo, disponibilidad horaria, gustos, posibilidades, ganas, etc. Dónde se sienta cómodo y motivado para no abandonar su plan.
Por eso les digo:
Definan bien sus objetivos.
Busquen un buen asesoramiento siempre.
No copien rutinas milagrosas ni a otros alumnos por su aspecto físico, no siempre la imagen, es sinónimo de saber.
No tomen ningún suplemento sin asesoramiento profesional.
Díganle a su profesor, los días que realmente pueden ir. No se armen para no cumplir.
Cuéntenle, qué los motiva y como los puede ayudar para no abandonar, así, en un momento de bajón, el tendrá los recursos para apuntalarlos.
Y una vez que tengan armado el suyo podrán decir: “Yo tengo un plan”.

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